Hay héroes entre nosotros. Héroes discretos, anónimos, que cada día protagonizan hazañas extraordinarias en supermercados, farmacias, panaderías o estancos. Gente que, en una exhibición pasmosa de multitarea, logra mantener conversaciones telefónicas trascendentales mientras hacen una compra. O al menos lo intentan. Porque lo de comunicarse con el dependiente es, para ellos, un detalle menor. Innecesario. Prescindible.
¿Interrumpir la llamada para
decir "buenos días" o "quiero una barra de pan"? ¿Estamos
locos? ¿Y si justo en ese momento la prima está contando cómo fue la pelea con
su jefe? ¿Y si el cuñado está por fin desahogándose sobre lo que piensa del
catering de la boda? No, no. Las conversaciones importantes, aunque el 97% de
ellas gire en torno a cosas que podrían esperar perfectamente, no se
interrumpen por naderías como mirar a la cara a alguien o articular palabras.
En lugar de eso, el cliente
experto en “modo altavoz vital” prefiere los gestos: un dedo que apunta
vagamente al mostrador, una ceja levantada en señal de “ya sabes lo que
quiero”, un murmullo entre dientes mientras comenta, al mismo tiempo, si
Juanito va o no va al campamento. El dependiente, por supuesto, debe tener
formación en adivinación. O en mimo. O ambos. Porque ahora resulta que el
lenguaje corporal es el nuevo idioma oficial del comercio.
El problema, por supuesto, no es
solo de formas. Es de fondo. Es el hecho de que, para algunos, la persona que
está al otro lado del mostrador no es más que una función. Un trámite. Alguien
sin entidad, sin rostro, sin la necesidad de ser tratado con un mínimo de
respeto. Como si ese trabajador tuviera que estar agradecido de que el cliente
haya hecho el esfuerzo de entrar en la tienda en lugar de pedirlo todo por una
app.
Y lo más curioso es que muchos de
estos campeones del teléfono se enfadan si no les entienden. Si el dependiente
no acierta a la primera, si se equivoca con el producto, si no interpreta bien
un gesto. ¡Pero hombre, si está clarísimo! (Para ti, que vives dentro de tu
propia cabeza.)
Uno se pregunta: ¿en qué momento
dejamos de entender que tratar con alguien cara a cara requiere, como mínimo,
interrumpir lo que estás haciendo con otra persona que ni siquiera está allí?
¿Cuándo se volvió más importante una llamada que el respeto elemental por quien
te está atendiendo?
Y no, no se trata de una cruzada
contra los móviles. Todos hemos tenido llamadas urgentes. Todos hemos dicho
alguna vez “perdona, un segundo” con tono apurado. El problema no es la
llamada. El problema es la actitud sistemática. Esa en la que el mundo real
molesta, el prójimo estorba, y la educación se deja fuera como si fuera un
abrigo viejo.
Quizá la raíz del asunto esté en
la idea de que “tener derecho a algo” justifica cualquier comportamiento.
“Estoy pagando, así que puedo hablar por teléfono, mirar el techo y señalar sin
decir una palabra”. Pero lo cierto es que no. No puedes. O sí puedes, pero no
deberías. Porque más allá de pagar o consumir, vivimos en sociedad. Y eso
implica algo tan simple y tan olvidado como tener modales.
Y si no eres capaz de hacer eso,
al menos empieza a practicar la mímica. Que no todos los dependientes son
adivinos… pero algunos ya van camino de serlo.
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